1. Estoy haciendo un taller de escritura. No me gusta nada de lo que escribí hasta ahora en el taller, pero el taller me gusta. La propuesta es simple, pero intuyo que efectiva. Por empezar, trabajamos in situ, sentados en ronda. En cada clase se nos dan, intercaladas con lecturas o comentarios sobre lo escrito, dos o tres consignas diferentes. Para cada consigna contamos con cinco minutos, en los que debemos volcar lo que se nos va ocurriendo, intentando no parar de escribir. Cuando el tiempo se acaba, simplemente debemos abandonar. Cada vez se nos pide alguna vuelta de tuerca más, un poco en función de las trabas o falencias que van surgiendo de los comentarios grupales, y un poco en función del plan maestro preexistente en el que se basa el curso. Plan que pretende transmitir conceptos acerca de lo que es un relato, de lo que implica, y de los papeles, necesidades y deseos del que escribe y del que lee. Plan que se filtra en cada clase disimulada y subrepticiamente, "como quien no quiere la cosa".
Las consignas, por el tiempo acotado que se les designa, son también acotadas: el almuerzo de ese día, la cuadra de mi casa, el viaje que hacemos para llegar al curso. En la última clase nos pidieron que escribiéramos sobre un despertar en la infancia. Yo no pensé en nada triste, pero casi me largo a llorar en plena ronda.
2. La semana pasada tuve una reunión laboral. En la oficina céntrica en cuestión éramos dos: la chica con la que vengo haciendo la capacitación y yo. Después de mucho tiempo de charla acerca de mi desempeño en este tiempo, de cuestiones administrativas y de logística, de cómo funciona la empresa y demás, la chica me dio algo del material que voy a usar habitualmente. Un manual, unos folletos, unas fichas y unas fotos. En su mayoría, las fotos son de Buenos Aires a comienzos del siglo XX. Av. de Mayo con árboles bajitos, faroles y carruajes, palacios que ya no existen, hombres bailando tango (con otros hombres), inmigrantes en conventillos. Y de repente no sé qué me pasó, me agarró una especie de amor patriótico intempestivo, una nostalgia extrañísima. Interrumpí el relato de la chica porque no pude hacer otra cosa, tenía que informar lo que me estaba pasando. "Ay...como que me agarró un sentimiento nacionalista y me emocioné", dije, genuinamente conmovida y totalmente fuera de lugar. Ella lo festejó; yo bajé la cabeza y seguí escuchándola. Me quedé mirando a los inmigrantes apoyados sobre la mesa hasta que, finalmente, se me desanudó la garganta.
3. Hace un tiempo (meses, quizás más de un año) pasé de casualidad por la casa de una amiga del colegio y vi que tenía un cartel de venta. En ese momento imaginé muchas cosas. Pensé que seguramente su familia se habría mudado, que quizás ella estuviera viviendo sola. Pensé también, que dada la ubicación y tamaño del terreno, lo más probable era que la demolieran para hacer un edificio. Me dio tristeza.
Unas semanas atrás me crucé con mi amiga por la calle. Inmediatamente recordé el cartel. No nos veíamos hacía muchos años; fue un encuentro breve, aunque lo sentí emotivo. Yo estaba apurada, así que sólo nos saludamos y atiné a pedirle su dirección de mail. Poco tiempo después le escribí contándole esta historia.
Al día siguiente, mi psicóloga me pasó la dirección del consultorio al que se mudaba, nuevo consultorio del que yo ya había sido advertida. Las coordenadas me sonaron familiares y creo que en algún lugar de mi cabeza hice la relación que finalmente se revelaría, aunque en ese momento la dejé a un costado, quise posponerla, le pedí que me esperara.
El sábado me crucé con mi amiga, el domingo recibí la dirección, el lunes fui a terapia. Y sí, el flamante consultorio es en el edificio que se construyó donde era aquella casa. De más está decir que a la tristeza inicial por la intuición de demolición, se fueron sumando la sensación densa e indigesta del paso del tiempo y algunas ideas (un poco cómicas y un poco dolorosas) sobre casualidades e ironías.
No sé, saquen ustedes sus propias conclusiones. Yo sólo voy a decir que quizás el pasado sí sea un animal grotesco, y que a veces nos visita.
Las consignas, por el tiempo acotado que se les designa, son también acotadas: el almuerzo de ese día, la cuadra de mi casa, el viaje que hacemos para llegar al curso. En la última clase nos pidieron que escribiéramos sobre un despertar en la infancia. Yo no pensé en nada triste, pero casi me largo a llorar en plena ronda.
2. La semana pasada tuve una reunión laboral. En la oficina céntrica en cuestión éramos dos: la chica con la que vengo haciendo la capacitación y yo. Después de mucho tiempo de charla acerca de mi desempeño en este tiempo, de cuestiones administrativas y de logística, de cómo funciona la empresa y demás, la chica me dio algo del material que voy a usar habitualmente. Un manual, unos folletos, unas fichas y unas fotos. En su mayoría, las fotos son de Buenos Aires a comienzos del siglo XX. Av. de Mayo con árboles bajitos, faroles y carruajes, palacios que ya no existen, hombres bailando tango (con otros hombres), inmigrantes en conventillos. Y de repente no sé qué me pasó, me agarró una especie de amor patriótico intempestivo, una nostalgia extrañísima. Interrumpí el relato de la chica porque no pude hacer otra cosa, tenía que informar lo que me estaba pasando. "Ay...como que me agarró un sentimiento nacionalista y me emocioné", dije, genuinamente conmovida y totalmente fuera de lugar. Ella lo festejó; yo bajé la cabeza y seguí escuchándola. Me quedé mirando a los inmigrantes apoyados sobre la mesa hasta que, finalmente, se me desanudó la garganta.
3. Hace un tiempo (meses, quizás más de un año) pasé de casualidad por la casa de una amiga del colegio y vi que tenía un cartel de venta. En ese momento imaginé muchas cosas. Pensé que seguramente su familia se habría mudado, que quizás ella estuviera viviendo sola. Pensé también, que dada la ubicación y tamaño del terreno, lo más probable era que la demolieran para hacer un edificio. Me dio tristeza.
Unas semanas atrás me crucé con mi amiga por la calle. Inmediatamente recordé el cartel. No nos veíamos hacía muchos años; fue un encuentro breve, aunque lo sentí emotivo. Yo estaba apurada, así que sólo nos saludamos y atiné a pedirle su dirección de mail. Poco tiempo después le escribí contándole esta historia.
Al día siguiente, mi psicóloga me pasó la dirección del consultorio al que se mudaba, nuevo consultorio del que yo ya había sido advertida. Las coordenadas me sonaron familiares y creo que en algún lugar de mi cabeza hice la relación que finalmente se revelaría, aunque en ese momento la dejé a un costado, quise posponerla, le pedí que me esperara.
El sábado me crucé con mi amiga, el domingo recibí la dirección, el lunes fui a terapia. Y sí, el flamante consultorio es en el edificio que se construyó donde era aquella casa. De más está decir que a la tristeza inicial por la intuición de demolición, se fueron sumando la sensación densa e indigesta del paso del tiempo y algunas ideas (un poco cómicas y un poco dolorosas) sobre casualidades e ironías.
No sé, saquen ustedes sus propias conclusiones. Yo sólo voy a decir que quizás el pasado sí sea un animal grotesco, y que a veces nos visita.