domingo, 11 de septiembre de 2011

Llerena

miércoles 27 de julio de 2011 / anochecer

Hoy caminé por mi calle más allá de lo que suelo ir. 
Descubrí que no tengo sólo un chino enfrente (con dos chinos jóvenes hermanos que saludan con un “holasss”, y algunos chinos más, cuyo vínculo con el resto no llegamos a dilucidar; con otro chino jovencito que repone productos en las góndolas mientras canta a viva voz canciones chinas de moda; con un verdulero infalible y latinoamericano, con sonrisa a lo Chayanne, que a mí me dice “señora” y a M, “amigo”).
No tengo sólo el subte a tres cuadras, unos fanáticos del “Fitito” a la vuelta (que se juntan en una casa que parece un taller mecánico), un edificio misterioso en la esquina (y una chica que barre la vereda, con la puerta suficientemente cerrada como para que uno no pueda ver adentro y siga pensando que se trata de una empresa o laboratorio, pero siempre sin saber de qué), un colectivo muy necesario y muy forro (el 133), y otros dos útiles y más gauchos (el 113 y el 111), una casa musical al otro lado de la manzana (donde en ciertas noches, siempre impredecibles y discontinuas, se ve un altillo iluminado y suenan tambores y aplausos), una pareja de vecinos jóvenes (que cuelgan ropa en su terraza semi-hippie, en un ténder tipo abuela en forma de estrella, y la ropa es siempre rayada, floreada, escocesa o estampada; una vez a él lo vi cosiendo muñequitos de tela, otra vez creí cruzármelo en la verdulería de Chayanne), una terraza donde un grupo de motoqueros que gustan del rock dejan las botellas de cerveza vacías que toman en cada reunión (la terraza es prolija y de piso verde, con parrilla; a lo largo de los días y las lluvias vi cómo se borraban, blanco sobre marón, las etiquetas de las botellas que siempre seguían ahí; ya había visto a algunos de ellos, recostados y panzones, tomando cerveza y sol).
No hay sólo una hora de los perros en la que todos ladran juntos (creo que era cerca de las seis o siete de la tarde; al principio la distinguía, ahora ya no la escucho), ni sólo un ascensor que hace un pitido en cada piso, y cuyo recorrido puedo seguir de principio a fin (deduciendo siempre quién llegó o quién se fue).
No tengo sólo un Claudio-constructor-administrador, con una mujer extra coqueta y extra amable. Una mujer que me habló de Violetas de los Alpes y que festejó que yo llegara con la llave un día en que tenía que abrir la puerta de entrada con sus uñas recién pintadas. (De ellos pensamos que son evangelistas y pastores.)
No tengo sólo una vecina grande y soltera, con un gato del que siempre me habla y al que yo nunca vi. Está preocupada por lo ruidoso que pueda ser; una vez desapareció por algunos días y vino a tocarme el timbre para ver si me lo había cruzado en algún pasillo. Con esta vecina me encuentro mucho en el chino, y alguna vez me preguntó por un pinito que compramos para Navidad y que se murió en el balcón antes de fin de año. (Esta vecina nos mira.)
No tengo sólo un antro mezcla de pool y tugurio llamado “Edén”, sino también una pseudo parrilla con rocola y olor a grasa, donde una vez vi, muy temprano a la mañana, a un hombre entrado en años desayunando cerveza y leyendo el diario. En la misma cuadra hay una kiosquera rubia y gorda con una hija hecha a imagen y semejanza, las dos antipáticas, las dos careras. Tengo también una panadería grossa, poco cálida y siempre llena, y otra de calidad dudosa, con vendedoras gastadas, siempre abierta. Un vivero que huele a comida de perro, donde compré algunas plantas por pura intuición porque nunca me atendieron con demasiada pericia. Tengo la inmobiliaria en cuestión camino al subte, siempre triste, beige e incomprensible.
Tengo una terraza convocante a la que fui menos de lo que debería, y un balcón con algunas plantas que triunfaron por más fuertes, y que ahora florecen y florecen, aún en pleno invierno.
Ah…y tengo una vecina loca, con lavadero y lavarropas. Tiene una hijita más bien silenciosa y una madre a la que culpa, siempre (siempre) a los gritos, por toda (toda) su vida.
Tengo un armario que fue un infierno mudar y armar, pero en el que metemos todo.
Tengo muchos frasquitos de especias, y tengo cada vez más.
Tengo una mesa tipo chapadmalense y otra que fue mexicana, una silla por mesa de luz, un reloj junto a la puerta, un felpudo para lluvia y espejos horizontales, para poder vernos de a dos.
Hoy caminé por mi calle más allá de lo que suelo ir y vi que tengo más: tengo vecinos que deambulan al anochecer, muchas casas muy lindas, una carnicería con poster de Papá Noel, algunos almacenes ocultos, varias ventanas tapiadas, algunos edificios muy nuevos, muchos carteles de venta, un club social de “baby-fútbol” y un perro, enorme y clarito, que se asoma a la calle entre cortinas rosadas.
Todo eso y mucho más, todo en Llerena.

Adjetivo

feliz

1. adj. Que disfruta de felicidad o la ocasiona:

Hoy es un día feliz.

2. Oportuno, acertado:

Tuvo la feliz idea de llamar antes de salir.

3. Que sucede sin contratiempos:

Que tengas un feliz viaje.


Diccionario de la lengua española © 2005 Espasa-Calpe

domingo, 26 de junio de 2011

Fragmento

-¿El diablo?

-Llámelo como quiera.

-A mí me importa un bledo. No creo en Dios, luego tampoco creo en el diablo.

-Yo creo en el enemigo. Las pruebas de la existencia de Dios son frágiles y bizantinas, las pruebas de su poder todavía son más inconsistentes. Las pruebas de la existencia del enemigo interior son enormes y las de su poder son abrumadoras. Creo en el enemigo porque todos los días y todas las noches se cruza en mi camino. El enemigo es aquel que, desde el interior, destruye lo que merece la pena. Es el que te muestra la decrepitud contenida en cada realidad. Es aquel que saca a la luz tu bajeza y la de tus amigos. Es aquel que, en un día perfecto, encontrará una excelente razón para que te tortures. Es aquel que te hará sentir asco de ti mismo. Es aquel que, cuando entreveas el rostro celestial de una desconocida, te revelará la muerte contenida en tanta belleza.

(Amélie Nothomb, “Cosmética del enemigo”, Colección: Los 40 de Anagrama, N°12, pág. 20, Editorial La Página S.A., Buenos Aires, 2010)

martes, 12 de abril de 2011

Clarice

Para todos los que quieren a Clarice tanto como yo (sé que entre mis amigos hay muchos). Gracias, Coca, por la búsqueda atenta y el recorte apropiado.

Contratapa | Viernes, 8 de abril de 2011

Había una vez un pájaro

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Por Juan Forn

Tom Jobim fue a visitar al maestro Vilalobos. El maestro estaba en su estudio, escribiendo sobre la tapa del piano, mientras en el resto de la casa había un griterío imposible. Jobim le preguntó cómo podía trabajar así. Vilalobos contestó: “El oído de afuera no tiene nada que ver con el oído de adentro”. Clarice Lispector tenía el oído de adentro tan permanentemente prendido, que parecía estar siempre en otra. Es tristemente célebre que un día de 1967 se durmió con un cigarrillo prendido y se prendió fuego y se salvó de milagro. Igual de famoso es su terrible mito de origen. “Mi madre estaba enferma, y por una superstición muy difundida se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad.” La enfermedad era sífilis y se la habían contagiado los soldados rusos que la violaron, en Ucrania, durante los desmanes posteriores a la guerra civil bolchevique. Lispector fue concebida deliberadamente para eso: para curar a su madre. Ya estaban huyendo a América. “Pararon en una aldea llamada Tchechelnik para que yo naciera y siguieron viaje.” El plan era llegar a Brasil. Llegaron a Recife y muy pronto se hizo evidente que la madre no se había curado. Moriría cuando Clarice tenía nueve años. “Siento hasta el día de hoy esa culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano. Pero yo no me perdono.”

Difícil toparse en la vida o en los libros con una persona tan enamorada a la vez de la vida y de la muerte como Clarice Lispector –salvo quizás Isaac Bashevis Singer, pero la gracia incandescente de Lispector es que sea mujer, además de judía ucraniana brasileña–. Si me conceden una breve incursión por la autopista de las generalizaciones, nadie entiende mejor el precio de la vida, en todos sus sentidos, que un judío. Y nadie entiende mejor la paga de la vida que un brasileño. Si esas dos naturalezas convergen en alguien, y no se neutralizan, se potencian de manera inconcebible. Uno de sus traductores, Gregory Rabassa, dijo una vez: “Si Kafka fuera mujer y brasileña, si Marlene Dietrich escribiera...” Yo lo diría así: no hay nada más glorioso que una mujer loca de amor por la vida, y nada más pavoroso que una loca de amor por la muerte. Lispector era las dos. Reaccionaba con todo su cuerpo a cada primavera (“Siento un perfume de polen en el aire. Tal vez sea mi propio polen”), era capaz de salir a la calle un día de sol después de una gripe y no poder contenerse de decir, a quien quisiera escucharla: “Qué lindo es estar con los demás”. Y a la vez escribir: “Después de morir no se va al paraíso: el paraíso es morir. Lo que llamo muerte me atrae tanto que sólo puede calificarse de valeroso el modo en que, por solidaridad con los otros, me aferro a lo que llamo vida y, a pesar de la intensa curiosidad, espero”.

Me faltó contar que el padre de Clarice también murió cuando ella y sus hermanas eran adolescentes. Ya vivían en Río para entonces. Clarice se las rebuscó para estudiar derecho, mientras trabajaba de secretaria y después de periodista, a los 22 se casó con un diplomático y estuvo veinte años cumpliendo ese triste papel en destinos varios europeos, hasta que se divorció y volvió a Brasil con sus dos hijos (uno esquizofrénico) y se instaló en el departamento entre Leme y Copacabana en el que viviría hasta su muerte en 1977. Había empezado a publicar sus libros rarísimos cuando era esposa de diplomático. Los siguió publicando cuando volvió a Brasil. Además, aceptaba el trabajo que fuese para parar la olla. Tradujo (con legendaria desidia) novelas de Agatha Christie y Simenon y Anne Rice. Escribió, con seudónimo, un consultorio sentimental en el que sólo recomendaba el uso de productos Ponds (era la marca que financiaba la columna). En la pared de aquel living en Leme tenía un retrato que le hizo De Chirico en Roma, en 1941 (no era a De Chirico a quien debió haber conocido, sino al hermano loco del pintor, que es el secreto mejor guardado de la literatura italiana, pero siempre pasan esas cosas: Duchamp pasó al lado de Gombrowicz en el Tortoni y ninguno de los dos lo registró, ninguno sabía quién era el otro). Creía en la magia, en cualquier magia. Nadie describió mejor que ella la relación con los ansiolíticos (“Cuando tomo una pastilla no oigo mis gritos. Sé que estoy gritando pero no me oigo”). Torturaba a los amigos por teléfono en medio de la noche. Mentía como nadie, y decía la verdad como ninguno.

Eso se hizo evidente en 1967 cuando aceptó hacer una columna semanal, cada sábado, en el Jornal do Brasil. Sus amigos, su editor, todos le dijeron lo que tenía que hacer: “Sea usted misma”. Ella, que se había pasado la vida preguntándose “si yo fuera yo, qué haría”, pidió a sus lectores: “Avísenme si empiezo a convertirme en demasiado yo misma”. Les dijo también: “Hoy sólo quería escribir, y serían dos o tres líneas, sobre cuando un dolor físico pasa. De cómo el cuerpo agradecido, todavía jadeando, ve hasta qué punto el alma es también el cuerpo”. Y también: “Me siento tan cerca de quien me lee”. La leían los taxistas y los filósofos, los juerguistas que miraban hacia su ventana a ver si había luz, cuando pasaban por su calle, y las vecinas que le dejaban de regalo ollas de moqueca de pulpo recién hecha. Escribió durante seis años esa columna, cada sábado. Dijo en una de ellas: “Quiero que los otros comprendan lo que jamás entenderé”. Les enseñó a los brasileños que se podía pensar sin ser racional (“Estoy habituada a no considerar peligroso pensar. Pienso y no me impresiono. Pero no soy intelectual, ni racional. Eso es usar sobre todo la inteligencia, y yo no hago eso: lo que uso es la intuición, el instinto. Voy a ver una película y no entiendo, pero siento. ¿Voy a verla de vuelta? No, no quiero arriesgarme a entender y no sentir”).

Estaba tan impresionada por los ojos tristes del joven Chico Buarque que quiso ayudarlo. El le dijo: “Rece por mí. No importa cómo. Porque tengo la secreta certidumbre de que usted está más cerca de Dios que yo, a pesar de lo maliciosa que es con El”. Ella le contestó desde una de sus columnas: “Son las cuatro de la madrugada y es una hora tan bella que cualquiera que esté despierto está de algún modo rezando. Así que yo estoy rezando por ti, Chico”. Sus hijos se quejaban de que nunca les contase un cuento que empezara Había Una Vez; la acusaban de no ser capaz. Ella dijo que sí era capaz. Y esto es lo que le salió: “Había una vez un pájaro. Dios mío”. Hay quien lamenta el triste destino de esos dos hijos. Yo creo que no ha de haber estado nada mal vivir al lado de una madre capaz de decir: “A medida que los hijos crecen, la madre debe disminuir de tamaño, pero la triste tendencia es seguir siendo enorme”. Una madre que confesaba: “Siempre fue y será una fiesta para mí cuando se rompe en casa un termómetro y se libera la gota gorda de mercurio plateado contenida en él, ese núcleo indomesticable”. El corazón del mundo le latía en el pecho. Se murió un día antes de cumplir 52 años. Había una vez un pájaro. Dios mío.

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martes, 18 de enero de 2011

Reportes (capítulo 2)

REPORTE: Tour mar 11/01/11, City Tour, 5hs, 2 pasajeros chinos, Guía: Cecilia.

Un tour chino

Eran dos pasajeros chinos, de unos treinta años. Ella quizás menos. Él de Hong Kong; ella de Taipéi. Una extraña pareja, pero pareja al fin. Fue confirmado.
El chofer fue Héctor, gracias al Señor.
Los buscamos en el hotel “Algodón Mansión” y los despedimos en Aeroparque. En el medio hubo shopping, palomas, muchas fotos, tacos altos, ravioles y farmacias.

Los tacos no eran míos.

Él era un poco más alto que yo. Flaco. Tenía puesto un jean oscuro y una remera gris con una estampa de un águila negra. Llevaba unas zapatillotas evidentemente nuevas y cargaba siempre un morral. El pelo muy negro, salpicado de canas.

Ella era mínima. Rodete y flequillo hasta los ojos, de un castaño artificial. Debajo, una boquita que siempre parecía decir “uhh”. Pulóver de angora rosa bordado de perlas, con los hombros inflados y los brazos ajustados. Short negro, medias negras transparentes y botitas al tobillo de taco muy alto. Las llevaba bien (el empedrado de Caminito la hizo dudar y su boca se puso más “uhh” que nunca, pero no claudicó). Cartera de cuero azul con detalles en dorado y reloj blanco, enorme, con incrustaciones de strass.

Él se reía estrepitosamente, siempre al mundo entero. Ella reía tímida, infantil, y sólo para él.

Arranqué el tour con algunas certezas:
1. Ellos eran mis primeros chinos.
2. Era un City Tour largo.
3. Había un plazo temporal por vuelo inminente.

La segunda y la tercera certeza hacían una combinación peligrosa. Las tres juntas (descubriría después), una explosiva.

Cuando llegué al hotel y pregunté por el paradero de mis primeros chinos, me enteré de que habían salido a caminar. Agazapados, los esperamos con Héctor detrás del auto. Cuando los vi llegar arremetí.

Me sorprendí por su juventud. No sé por qué, pero esperaba una pareja entrada en años. Me presenté, se presentaron, subimos las valijas al auto y arrancamos.

A mis certezas iniciales se sumaron entonces algunos condimentos nuevos:
1. Antes que nada querían ir a comprar algunas ropas de ski (el vuelo post tour era a Ushuaia y no estaban del todo preparados).
2. Preferían “evitar” la visita al cementerio (“avoid” fue la palabra que usó él, frunciendo toda la cara) y querían, en cambio, almorzar algo antes de partir.
3. Ella necesitaba comprar gotas para los ojos porque usaba lentes de contacto (azules…ya lo había notado).

Él sacó un papelito escrito por algún occidental. Tenía una dirección: Paraná 700. Afortunadamente sabían a dónde ir. Él ya había estado ahí el día anterior (cuando se había comprado las zapatillotas), pero les faltaban algunas cosas. Aseguraron que el shopping no les llevaría más de veinte minutos.

Sobre Paraná al 700 había tres locales para deportistas/alpinistas/esquiadores. Cuando entramos al primero él me expicó que buscaban guantes. A pesar de haber dudado de los supuestos veinte minutos, los guantes me hicieron pensar que eran posibles.

Me equivoqué.

Entramos unas tres veces a cada local. Pasaron de pedir guantes a comprar medias, mochila, pantalones y campera.
El problema era que a ella le quedaba todo largo. Terminé sugiriendo que se probara el talle más grande para chicos. Funcionó, y encima era más barato. Agradecieron.

Yo iba y venía siguiéndolos por la calle, haciendo contacto visual con Héctor, que nos esperaba en le auto. Fue él quien se encargó de puntualizar más tarde que esos veinte minutos habían sido, finalmente, una hora y media.

Listo el pollo. Por lo menos el primero.

Del pollo pasamos a las palomas, creo que lo que más les gustó de Plaza de Mayo. Hice mi mejor esfuerzo occidental para generar un tour orientalmente interesante. Y no es que no les gustaba saber, me hacían un montón de preguntas, pero eran muy dispersos. No hubo manera de decir un párrafo entero quietos en algún lugar. O caminaba con ellos o se me escapaban.

Pero como dije, les gustaba saber, y por suerte también contar. Así que para cada pregunta de ellos, yo devolví una respuesta y una pregunta mía. Él me explicaba todo en cifras y porcentajes (me pareció coherente dado que trabajaba en finanzas), me contó que tenían una famosa actriz y cantante también llamada Cecilia, me habló de China como un lugar de filosofías y no de religiones.
Aprendí muchísimas cosas sobre el país, la historia, la comida, cómo viven. Y sobre todo, construi una idea de ellos como pueblo, como gente. Quizás inexacta por la parcialidad de las versiones, pero seguro más verdadera que la que traía cuando llegué.

No es un prejuicio ni una leyenda urbana: los chinos (o por lo menos, mis primeros chinos) no paraban de sacar fotos. Era como si necesitaran registrar minuciosamente la experiencia para disfrutarla por completo, o como si en el fondo lo que más querían era ver las imágenes después, o compartirlas. Me pregunto si realmente las mirarán al final del viaje…

A falta de una, tenían tres cámaras: él su I Phone, ella su celular y una tercera cámara más pro. Creo que fui capturada por lo menos una vez con cada una. Primero él quiso una foto conmigo, después ella. Lo raro fue que les ofrecí retratarlos yo para que aparecieran juntos, pero siempre se negaron.

Al comenzar el tour y ver que ella no abría la boca, le pregunté si me entendía, si entendía inglés. Dijo que sí, o sonrió asintiendo, digamos. No me quedó claro cuánto comprendía realmente. Parecía seguirme, pero casi no la escuché hablar, y cuando habló, balbuceaba. Entre ellos se comunicaban en chino. Algunas veces él le traducía ciertos pasajes que, evidentemente, creía de su interés.

Sin embargo Emily (ese fue el nombre occidental con el que me la presentó él) tuvo la soltura de acercarse a un vendedor de maiz, pedir maiz, pagar, abrir la bolsita y comenzar a alimentar a una horda de palomas, en el tiempo en que él y yo hicimos sólo unos pasos.
Seguíamos en Plaza de Mayo. Desde nuestras espaldas llegó un pedido en chino. Giramos. Emily ya estaba en cuclillas, haciendo equilibrio sobre sus tacos, rodeada de palomas. Evidentemente reclamaba ser retratada. Y lo fue.
Me sorprendió la naturalidad con la que ella lidió con los plumíferos. No sólo comían lo que ella tiraba en el piso, sino también de su mano, y se posaban en sus hombos y brazos. En el medio de tanto aleteo la pequeña Emily casi se perdía, y no dejaba de reírse.

De la Plaza nos fuimos a La Boca. El estadio, que suele causar cierta excitación, pasó sin pena ni gloria para ellos. Sí les divirtieron las casas coloridas y les encantó Caminito.
Pretendí dejarlos recorrer un poco solos, pero él me pidió si podía acompañarlos, dijo que preferían caminar conmigo. Ok.

Ahí vino la segunda tanda de shopping. Ya había comprado arte en Perú y en Brasil (de donde venían) y quería llevarse algo de Argentina para colgar en su nuevo y amplio departamento. Resulta que él estaba en un tiempo de transición entre dos trabajos. Aparentemente la nueva empresa no quería que empezara inmediatamente después de abandonar la anterior. Entonces estaba aprovechando los tres meses con que contaba en el medio, y la plata que todavía le debían en su viejo trabajo, para recorrer Sudamérica.

Debía haber unos diez puestos con pinturas y fotos. Paramos en casi todos. Por suerte se decidían siempre rápido; encontraban lo que les gustaba y ya. Ella se compró el más colorinche: un retrato de una pareja bailando tango en Caminito. Parecía hecho con plasticola de colores, mezcla de las comunes y las fluorescentes. Él se compró un cuadro
pintado sobre lienzo, más tradicional, y un tríptico hecho en tinta negra sobre papel blanco, con imágenes bien arrabaleras pero sin contexto determinado. Ése último me gustaba.

Chochos los chinos, chochos los puesteros, con quienes él no escatimó en dinero ni en apretones de manos.

Entre las fotos, la caminata y las compras, en Caminito estuvimos más de lo usual. Pero como de cualquier manera no querían ir al cementerio y la parte norte estaba casi cancelada por falta de tiempo, nos quedaba lo justo para almorzar y llevarlos a Aeroparque.

A la hora de decidir el lugar para comer, él me dijo: “Quiero algo bien argentino, elegí vos, y me gustaría invitarte el almuerzo a vos también”. Consulté con Héctor. Pensamos en algún lugar por Puerto Madero, para que conocieran, y en “El Desnivel”, en San Telmo. No se me había ocurrido, pero yo lo conocía, y me pareció apto para una pareja de chinos con mente abierta. Héctor sugirió pasar por la puerta del lugar camino a La Boca para que dieran el visto bueno. Una excelente manera de evitar dudas, pucheros y corridas futuras.

Pasamos, les gustó, ok. Así que a la vuelta de Caminito, almuerzo en “El Desnivel”.
Dado que el auto estaba lleno de valijas, Héctor tuvo que quedarse ahí.

Mis primeros chinos y yo entramos al local. Elegimos una mesa redonda en una esquina. Estaban contentos. Parecía el lugar que esperaban, aun sin haber podido imaginarlo nunca.
Querían probar cosas que nosotros comemos en un día normal. Ella quería pescado; él se interesó en las milanesas; yo sugerí ravioles. Aprovechamos los platos del día a precios accesibles y pedimos exactamente eso, con la idea de compartir.

Fue un almuerzo pintoresquísimo. Parecíamos una familia italiana repartiendo comida desde las muchas fuentes. Todos comimos todo, todo se compartió. A ella le gustó una especie de chimichurri que trajeron con el pan; él enloqueció con los ravioles. Por supuesto, del chimichurri, también hubo fotos.

Me cayó excelente su modo natural de vivir la situación. No sólo en su trato conmigo (no dejé de charlar con el chino en todo el almuerzo, y también tuve mi momento a solas con ella cuando él fue al baño), sino en lo referente a la comida. Nunca dudaron, nunca temieron a lo desconocido: se lanzaron, sonrientes, tenedor en mano.

Antes de seguir, mi momento a solas con ella:

-YO: ¿Te gustó el chimichurri?
(No paraba de untar panes, y hasta se lo agregó a los ravioles, a la milanesa y al filet de merluza).

-ELLA: Ja ja ja ja ja.
(Asentía).

-YO: ¿Hace mucho que están juntos?
(Él me había contado un poco de ellos, pero de manera evasiva, y también había mencionado un viaje a Grecia y otros viajes que había hecho con su novia anterior).

-ELLA: Ja ja ja ja ja.
(Negaba con la cabeza).

-YO: ¿Unos años? ¿Unos meses?

-ELLA: Ja ja ja ja ja. Mmmmmm.
(Dudó)

-YO: ¿Unos años? ¿Un año?

-ELLA: Ja ja ja ja ja.
(Negó de nuevo).

-YO: ¿Meses?

-ELA: Ja ja ja ja ja.
(Asintió con movimientos rápidos)

Unos meses... Llegó él. Fin.

Pagamos, buscamos el sandwich de milanesa que habíamos encargado para Héctor y salimos.

Ya cuando llegamos a San Telmo sabíamos que teníamos el tiempo justo para almorzar, así que todo fue rápido. Y la partida también. Habíamos hecho unas cuadras con el “Hectormóvil”, cuando después de unas palabras de ella (sólo para él), él me recordó (a mí y al mundo) que ella necesitaba sus gotitas para los ojos. Cierto. Lo hablé con Héctor. Parecía arriesgado confiar en una farmacia en el aeropuerto, buscaríamos una camino allá.

La farmacia fue otro capítulo aparte. Sólo diré que para una guía que no sabe nada de medicamentos (y el único líquido que cree vinculado a las lentes de contacto es la solución salina), una pareja de chinos con limitaciones idiomáticas y un farmacéutico que más bien parecía guardavidas o personal trainer (y entendía menos que la guía sobre ojos y lentes), dar con el gotero adecuado puede llevar un ratito.
Lo bueno fue que todos pusimos de nuestra parte. Yo me ocupé de conseguir de él la mayor cantidad de información posible acerca de lo que necesitaban, ella aportó una ajustada gesticulación del uso del gotero y la mímica perfecta sobre el tamaño del mismo, y el farmacéutico, toda su voluntad para mostrarnos cada líquido para ojos que tenía en los estantes.
Cuando lo logramos, lo sentimos un triunfo grupal, casi una consagración deportiva. No escatimamos en gracias (para ese momento mis primeros chinos ya sabían decir “gracias”), ni él escatimó en más apretones de manos.

Arrancamos de nuevo. A pesar de que viví el trayecto con cierta tensión por el plazo temporal y la inminente partida del avión, fue un viaje tranquilo. Hablamos un rato, después ellos ultimaron detalles (tomaban aviones diferentes por falta de asientos, así que ella debía partir sola primero), y finalmente, la nada.
Me sentía una madre que vuelve con sus hijos después de un largo día al aire libre, después de una tarde de playa o de club. Cansados, los cuerpos sintieron el parate. Cada uno miraba a través de su ventana. Reinaba el silencio, primó la introspección.

Llegamos a Aeroparque más rápido de lo que hubiera creido. Los ayudamos a bajar las valijas. Estaba por despedirme cuando él me pidió si podía acompañarlos a buscar el mostrador que les correspondía. Sí, claro.

Entré con ellos, miramos los televisores que iban rotando informaciones, dimos con el vuelo. Me acerqué yo primero a preguntar. Confirmado, era ahí. “Acá ya podemos seguir solos. Gracias, Cecilia”.
Nos despedimos muy bien. Repitieron lo que ya habían dicho: que volvían a Buenos Aires en diez días y tenían algunas jornadas más de tour, que querían hacer todo conmigo. Les dije que si podía, estaría encantada.

Nos dimos las manos entre bolsas de ropa, valijas con rueditas y cuadros de Caminito. También intercambiamos sonrisas. Entonces los dejé.

Como dije, los tacos no eran míos, nunca lo fueron. Pero para ese entonces, mis primeros chinos sí.