Había una vez un bar. Estuvo ahí por años. Pasé por la puerta mil veces, casi sin notarlo. Creo que tenía la sensación de que siempre iba a estar ahí. Era escenografía, sólo una fachada, quizás un leve misterio.
Un día, hace poco, S y yo decidimos entrar. Fuimos en pocas ocasiones, las suficientes. Llegamos a quererlo. Supe cuánto lo extrañaría el día que me enteré de que lo habían cerrado. S me mandó un mensaje: “tiene todas las ventanas tapadas con diarios”. Imaginé a S viéndolo desde un colectivo en movimiento, girando la cabeza y después el cuerpo, presa de un impulso ridículo por detener el viaje y bajar. Ridículo y solitario, en medio de pasajeros anónimos que no compartían la sorpresa ni comprenderían el arrebato.
Era un bar fuera de contexto. Lo habían puesto en un barrio que no tenía mucho que ver con él, en una manzana que no le correspondía, frente a una plaza que le era ajena. Quizás había sido un lugar pituco, ahora sólo se esforzaba. Le quedaban (medio) pitucas las mesas, las sillas y la barra. También se jugaba al pool. Era un poco viejo, un poco beige, un poco cursi, un poco whisky. Y al mismo tiempo estaba vivo, siempre cuidado, completamente actual.
Lo atendía un gallego simpático y panzón. No simpático canchero, ni simpático de chiste. Diría simpático y señor. Siempre asumimos que era también el dueño. Se paseaba por detrás de la barra como si estuviera en su cocina. Claramente ponía su música y servía lo que le gustaba tomar.
Era un lugar cómodo y extraño. Lo frecuentaba gente disímil: caballeros de trago en mano, chicos demasiado jóvenes, parejas de amor fugaz. Pocas personas era el número usual. Excepto los claros habitués, todos, siempre, parecían haber entrado por casualidad.
Era un lugar cómodo y extraño. Lo frecuentaba gente disímil: caballeros de trago en mano, chicos demasiado jóvenes, parejas de amor fugaz. Pocas personas era el número usual. Excepto los claros habitués, todos, siempre, parecían haber entrado por casualidad.
Un día sonaba Sabina y S quiso fumar. Cuando el gallego se acercó a tomar nuestro pedido, S le preguntó si podía. El hombre dijo: “No, no se puede… Prendelo. Si alguien viene y te pregunta, yo no te dejé”. Y se alejó riendo, con su amabilidad sin estridencias.
El bar Sabina tenía las ventanas tapadas. Leí el mensaje en un subte. Estaba lejos de todo e igual tuve el impulso de bajar que imaginé para S. Con los diarios, el bar se hacía parte de nuestra historia. Se hacía historia a fuerza de capítulo cerrado, y era como si el avance del tren agravara mi sensación de pérdida, mi certeza de pasado.
“Quiero una cerveza y un pucho permitido ahí y en ningún otro lado… Me re gustaba ese bar, su ingenua turbiedad, su familiaridad nocturna. Le hacía bien a Belgrano. Ufa.” Esto respondí yo a la imagen de los diarios. Respondí esto por no poder bajar.
“Quiero una cerveza y un pucho permitido ahí y en ningún otro lado… Me re gustaba ese bar, su ingenua turbiedad, su familiaridad nocturna. Le hacía bien a Belgrano. Ufa.” Esto respondí yo a la imagen de los diarios. Respondí esto por no poder bajar.