Un tour chino
Eran dos pasajeros chinos, de unos treinta años. Ella quizás menos. Él de Hong Kong; ella de Taipéi. Una extraña pareja, pero pareja al fin. Fue confirmado.
El chofer fue Héctor, gracias al Señor.
Los buscamos en el hotel “Algodón Mansión” y los despedimos en Aeroparque. En el medio hubo shopping, palomas, muchas fotos, tacos altos, ravioles y farmacias.
Los tacos no eran míos.
Él era un poco más alto que yo. Flaco. Tenía puesto un jean oscuro y una remera gris con una estampa de un águila negra. Llevaba unas zapatillotas evidentemente nuevas y cargaba siempre un morral. El pelo muy negro, salpicado de canas.
Ella era mínima. Rodete y flequillo hasta los ojos, de un castaño artificial. Debajo, una boquita que siempre parecía decir “uhh”. Pulóver de angora rosa bordado de perlas, con los hombros inflados y los brazos ajustados. Short negro, medias negras transparentes y botitas al tobillo de taco muy alto. Las llevaba bien (el empedrado de Caminito la hizo dudar y su boca se puso más “uhh” que nunca, pero no claudicó). Cartera de cuero azul con detalles en dorado y reloj blanco, enorme, con incrustaciones de strass.
Él se reía estrepitosamente, siempre al mundo entero. Ella reía tímida, infantil, y sólo para él.
Arranqué el tour con algunas certezas:
1. Ellos eran mis primeros chinos.
2. Era un City Tour largo.
3. Había un plazo temporal por vuelo inminente.
La segunda y la tercera certeza hacían una combinación peligrosa. Las tres juntas (descubriría después), una explosiva.
Cuando llegué al hotel y pregunté por el paradero de mis primeros chinos, me enteré de que habían salido a caminar. Agazapados, los esperamos con Héctor detrás del auto. Cuando los vi llegar arremetí.
Me sorprendí por su juventud. No sé por qué, pero esperaba una pareja entrada en años. Me presenté, se presentaron, subimos las valijas al auto y arrancamos.
A mis certezas iniciales se sumaron entonces algunos condimentos nuevos:
1. Antes que nada querían ir a comprar algunas ropas de ski (el vuelo post tour era a Ushuaia y no estaban del todo preparados).
2. Preferían “evitar” la visita al cementerio (“avoid” fue la palabra que usó él, frunciendo toda la cara) y querían, en cambio, almorzar algo antes de partir.
3. Ella necesitaba comprar gotas para los ojos porque usaba lentes de contacto (azules…ya lo había notado).
Él sacó un papelito escrito por algún occidental. Tenía una dirección: Paraná 700. Afortunadamente sabían a dónde ir. Él ya había estado ahí el día anterior (cuando se había comprado las zapatillotas), pero les faltaban algunas cosas. Aseguraron que el shopping no les llevaría más de veinte minutos.
Sobre Paraná al 700 había tres locales para deportistas/alpinistas/esquiadores. Cuando entramos al primero él me expicó que buscaban guantes. A pesar de haber dudado de los supuestos veinte minutos, los guantes me hicieron pensar que eran posibles.
Me equivoqué.
Entramos unas tres veces a cada local. Pasaron de pedir guantes a comprar medias, mochila, pantalones y campera.
El problema era que a ella le quedaba todo largo. Terminé sugiriendo que se probara el talle más grande para chicos. Funcionó, y encima era más barato. Agradecieron.
Yo iba y venía siguiéndolos por la calle, haciendo contacto visual con Héctor, que nos esperaba en le auto. Fue él quien se encargó de puntualizar más tarde que esos veinte minutos habían sido, finalmente, una hora y media.
Listo el pollo. Por lo menos el primero.
Del pollo pasamos a las palomas, creo que lo que más les gustó de Plaza de Mayo. Hice mi mejor esfuerzo occidental para generar un tour orientalmente interesante. Y no es que no les gustaba saber, me hacían un montón de preguntas, pero eran muy dispersos. No hubo manera de decir un párrafo entero quietos en algún lugar. O caminaba con ellos o se me escapaban.
Pero como dije, les gustaba saber, y por suerte también contar. Así que para cada pregunta de ellos, yo devolví una respuesta y una pregunta mía. Él me explicaba todo en cifras y porcentajes (me pareció coherente dado que trabajaba en finanzas), me contó que tenían una famosa actriz y cantante también llamada Cecilia, me habló de China como un lugar de filosofías y no de religiones.
Aprendí muchísimas cosas sobre el país, la historia, la comida, cómo viven. Y sobre todo, construi una idea de ellos como pueblo, como gente. Quizás inexacta por la parcialidad de las versiones, pero seguro más verdadera que la que traía cuando llegué.
No es un prejuicio ni una leyenda urbana: los chinos (o por lo menos, mis primeros chinos) no paraban de sacar fotos. Era como si necesitaran registrar minuciosamente la experiencia para disfrutarla por completo, o como si en el fondo lo que más querían era ver las imágenes después, o compartirlas. Me pregunto si realmente las mirarán al final del viaje…
A falta de una, tenían tres cámaras: él su I Phone, ella su celular y una tercera cámara más pro. Creo que fui capturada por lo menos una vez con cada una. Primero él quiso una foto conmigo, después ella. Lo raro fue que les ofrecí retratarlos yo para que aparecieran juntos, pero siempre se negaron.
Al comenzar el tour y ver que ella no abría la boca, le pregunté si me entendía, si entendía inglés. Dijo que sí, o sonrió asintiendo, digamos. No me quedó claro cuánto comprendía realmente. Parecía seguirme, pero casi no la escuché hablar, y cuando habló, balbuceaba. Entre ellos se comunicaban en chino. Algunas veces él le traducía ciertos pasajes que, evidentemente, creía de su interés.
Sin embargo Emily (ese fue el nombre occidental con el que me la presentó él) tuvo la soltura de acercarse a un vendedor de maiz, pedir maiz, pagar, abrir la bolsita y comenzar a alimentar a una horda de palomas, en el tiempo en que él y yo hicimos sólo unos pasos.
Seguíamos en Plaza de Mayo. Desde nuestras espaldas llegó un pedido en chino. Giramos. Emily ya estaba en cuclillas, haciendo equilibrio sobre sus tacos, rodeada de palomas. Evidentemente reclamaba ser retratada. Y lo fue.
Me sorprendió la naturalidad con la que ella lidió con los plumíferos. No sólo comían lo que ella tiraba en el piso, sino también de su mano, y se posaban en sus hombos y brazos. En el medio de tanto aleteo la pequeña Emily casi se perdía, y no dejaba de reírse.
De la Plaza nos fuimos a La Boca. El estadio, que suele causar cierta excitación, pasó sin pena ni gloria para ellos. Sí les divirtieron las casas coloridas y les encantó Caminito.
Pretendí dejarlos recorrer un poco solos, pero él me pidió si podía acompañarlos, dijo que preferían caminar conmigo. Ok.
Ahí vino la segunda tanda de shopping. Ya había comprado arte en Perú y en Brasil (de donde venían) y quería llevarse algo de Argentina para colgar en su nuevo y amplio departamento. Resulta que él estaba en un tiempo de transición entre dos trabajos. Aparentemente la nueva empresa no quería que empezara inmediatamente después de abandonar la anterior. Entonces estaba aprovechando los tres meses con que contaba en el medio, y la plata que todavía le debían en su viejo trabajo, para recorrer Sudamérica.
Debía haber unos diez puestos con pinturas y fotos. Paramos en casi todos. Por suerte se decidían siempre rápido; encontraban lo que les gustaba y ya. Ella se compró el más colorinche: un retrato de una pareja bailando tango en Caminito. Parecía hecho con plasticola de colores, mezcla de las comunes y las fluorescentes. Él se compró un cuadro
pintado sobre lienzo, más tradicional, y un tríptico hecho en tinta negra sobre papel blanco, con imágenes bien arrabaleras pero sin contexto determinado. Ése último me gustaba.
Chochos los chinos, chochos los puesteros, con quienes él no escatimó en dinero ni en apretones de manos.
Entre las fotos, la caminata y las compras, en Caminito estuvimos más de lo usual. Pero como de cualquier manera no querían ir al cementerio y la parte norte estaba casi cancelada por falta de tiempo, nos quedaba lo justo para almorzar y llevarlos a Aeroparque.
A la hora de decidir el lugar para comer, él me dijo: “Quiero algo bien argentino, elegí vos, y me gustaría invitarte el almuerzo a vos también”. Consulté con Héctor. Pensamos en algún lugar por Puerto Madero, para que conocieran, y en “El Desnivel”, en San Telmo. No se me había ocurrido, pero yo lo conocía, y me pareció apto para una pareja de chinos con mente abierta. Héctor sugirió pasar por la puerta del lugar camino a La Boca para que dieran el visto bueno. Una excelente manera de evitar dudas, pucheros y corridas futuras.
Pasamos, les gustó, ok. Así que a la vuelta de Caminito, almuerzo en “El Desnivel”.
Dado que el auto estaba lleno de valijas, Héctor tuvo que quedarse ahí.
Mis primeros chinos y yo entramos al local. Elegimos una mesa redonda en una esquina. Estaban contentos. Parecía el lugar que esperaban, aun sin haber podido imaginarlo nunca.
Querían probar cosas que nosotros comemos en un día normal. Ella quería pescado; él se interesó en las milanesas; yo sugerí ravioles. Aprovechamos los platos del día a precios accesibles y pedimos exactamente eso, con la idea de compartir.
Fue un almuerzo pintoresquísimo. Parecíamos una familia italiana repartiendo comida desde las muchas fuentes. Todos comimos todo, todo se compartió. A ella le gustó una especie de chimichurri que trajeron con el pan; él enloqueció con los ravioles. Por supuesto, del chimichurri, también hubo fotos.
Me cayó excelente su modo natural de vivir la situación. No sólo en su trato conmigo (no dejé de charlar con el chino en todo el almuerzo, y también tuve mi momento a solas con ella cuando él fue al baño), sino en lo referente a la comida. Nunca dudaron, nunca temieron a lo desconocido: se lanzaron, sonrientes, tenedor en mano.
Antes de seguir, mi momento a solas con ella:
-YO: ¿Te gustó el chimichurri?
(No paraba de untar panes, y hasta se lo agregó a los ravioles, a la milanesa y al filet de merluza).
-ELLA: Ja ja ja ja ja.
(Asentía).
-YO: ¿Hace mucho que están juntos?
(Él me había contado un poco de ellos, pero de manera evasiva, y también había mencionado un viaje a Grecia y otros viajes que había hecho con su novia anterior).
-ELLA: Ja ja ja ja ja.
(Negaba con la cabeza).
-YO: ¿Unos años? ¿Unos meses?
-ELLA: Ja ja ja ja ja. Mmmmmm.
(Dudó)
-YO: ¿Unos años? ¿Un año?
-ELLA: Ja ja ja ja ja.
(Negó de nuevo).
-YO: ¿Meses?
-ELA: Ja ja ja ja ja.
(Asintió con movimientos rápidos)
Unos meses... Llegó él. Fin.
Pagamos, buscamos el sandwich de milanesa que habíamos encargado para Héctor y salimos.
Ya cuando llegamos a San Telmo sabíamos que teníamos el tiempo justo para almorzar, así que todo fue rápido. Y la partida también. Habíamos hecho unas cuadras con el “Hectormóvil”, cuando después de unas palabras de ella (sólo para él), él me recordó (a mí y al mundo) que ella necesitaba sus gotitas para los ojos. Cierto. Lo hablé con Héctor. Parecía arriesgado confiar en una farmacia en el aeropuerto, buscaríamos una camino allá.
La farmacia fue otro capítulo aparte. Sólo diré que para una guía que no sabe nada de medicamentos (y el único líquido que cree vinculado a las lentes de contacto es la solución salina), una pareja de chinos con limitaciones idiomáticas y un farmacéutico que más bien parecía guardavidas o personal trainer (y entendía menos que la guía sobre ojos y lentes), dar con el gotero adecuado puede llevar un ratito.
Lo bueno fue que todos pusimos de nuestra parte. Yo me ocupé de conseguir de él la mayor cantidad de información posible acerca de lo que necesitaban, ella aportó una ajustada gesticulación del uso del gotero y la mímica perfecta sobre el tamaño del mismo, y el farmacéutico, toda su voluntad para mostrarnos cada líquido para ojos que tenía en los estantes.
Cuando lo logramos, lo sentimos un triunfo grupal, casi una consagración deportiva. No escatimamos en gracias (para ese momento mis primeros chinos ya sabían decir “gracias”), ni él escatimó en más apretones de manos.
Arrancamos de nuevo. A pesar de que viví el trayecto con cierta tensión por el plazo temporal y la inminente partida del avión, fue un viaje tranquilo. Hablamos un rato, después ellos ultimaron detalles (tomaban aviones diferentes por falta de asientos, así que ella debía partir sola primero), y finalmente, la nada.
Me sentía una madre que vuelve con sus hijos después de un largo día al aire libre, después de una tarde de playa o de club. Cansados, los cuerpos sintieron el parate. Cada uno miraba a través de su ventana. Reinaba el silencio, primó la introspección.
Llegamos a Aeroparque más rápido de lo que hubiera creido. Los ayudamos a bajar las valijas. Estaba por despedirme cuando él me pidió si podía acompañarlos a buscar el mostrador que les correspondía. Sí, claro.
Entré con ellos, miramos los televisores que iban rotando informaciones, dimos con el vuelo. Me acerqué yo primero a preguntar. Confirmado, era ahí. “Acá ya podemos seguir solos. Gracias, Cecilia”.
Nos despedimos muy bien. Repitieron lo que ya habían dicho: que volvían a Buenos Aires en diez días y tenían algunas jornadas más de tour, que querían hacer todo conmigo. Les dije que si podía, estaría encantada.
Nos dimos las manos entre bolsas de ropa, valijas con rueditas y cuadros de Caminito. También intercambiamos sonrisas. Entonces los dejé.
Como dije, los tacos no eran míos, nunca lo fueron. Pero para ese entonces, mis primeros chinos sí.
El chofer fue Héctor, gracias al Señor.
Los buscamos en el hotel “Algodón Mansión” y los despedimos en Aeroparque. En el medio hubo shopping, palomas, muchas fotos, tacos altos, ravioles y farmacias.
Los tacos no eran míos.
Él era un poco más alto que yo. Flaco. Tenía puesto un jean oscuro y una remera gris con una estampa de un águila negra. Llevaba unas zapatillotas evidentemente nuevas y cargaba siempre un morral. El pelo muy negro, salpicado de canas.
Ella era mínima. Rodete y flequillo hasta los ojos, de un castaño artificial. Debajo, una boquita que siempre parecía decir “uhh”. Pulóver de angora rosa bordado de perlas, con los hombros inflados y los brazos ajustados. Short negro, medias negras transparentes y botitas al tobillo de taco muy alto. Las llevaba bien (el empedrado de Caminito la hizo dudar y su boca se puso más “uhh” que nunca, pero no claudicó). Cartera de cuero azul con detalles en dorado y reloj blanco, enorme, con incrustaciones de strass.
Él se reía estrepitosamente, siempre al mundo entero. Ella reía tímida, infantil, y sólo para él.
Arranqué el tour con algunas certezas:
1. Ellos eran mis primeros chinos.
2. Era un City Tour largo.
3. Había un plazo temporal por vuelo inminente.
La segunda y la tercera certeza hacían una combinación peligrosa. Las tres juntas (descubriría después), una explosiva.
Cuando llegué al hotel y pregunté por el paradero de mis primeros chinos, me enteré de que habían salido a caminar. Agazapados, los esperamos con Héctor detrás del auto. Cuando los vi llegar arremetí.
Me sorprendí por su juventud. No sé por qué, pero esperaba una pareja entrada en años. Me presenté, se presentaron, subimos las valijas al auto y arrancamos.
A mis certezas iniciales se sumaron entonces algunos condimentos nuevos:
1. Antes que nada querían ir a comprar algunas ropas de ski (el vuelo post tour era a Ushuaia y no estaban del todo preparados).
2. Preferían “evitar” la visita al cementerio (“avoid” fue la palabra que usó él, frunciendo toda la cara) y querían, en cambio, almorzar algo antes de partir.
3. Ella necesitaba comprar gotas para los ojos porque usaba lentes de contacto (azules…ya lo había notado).
Él sacó un papelito escrito por algún occidental. Tenía una dirección: Paraná 700. Afortunadamente sabían a dónde ir. Él ya había estado ahí el día anterior (cuando se había comprado las zapatillotas), pero les faltaban algunas cosas. Aseguraron que el shopping no les llevaría más de veinte minutos.
Sobre Paraná al 700 había tres locales para deportistas/alpinistas/esquiadores. Cuando entramos al primero él me expicó que buscaban guantes. A pesar de haber dudado de los supuestos veinte minutos, los guantes me hicieron pensar que eran posibles.
Me equivoqué.
Entramos unas tres veces a cada local. Pasaron de pedir guantes a comprar medias, mochila, pantalones y campera.
El problema era que a ella le quedaba todo largo. Terminé sugiriendo que se probara el talle más grande para chicos. Funcionó, y encima era más barato. Agradecieron.
Yo iba y venía siguiéndolos por la calle, haciendo contacto visual con Héctor, que nos esperaba en le auto. Fue él quien se encargó de puntualizar más tarde que esos veinte minutos habían sido, finalmente, una hora y media.
Listo el pollo. Por lo menos el primero.
Del pollo pasamos a las palomas, creo que lo que más les gustó de Plaza de Mayo. Hice mi mejor esfuerzo occidental para generar un tour orientalmente interesante. Y no es que no les gustaba saber, me hacían un montón de preguntas, pero eran muy dispersos. No hubo manera de decir un párrafo entero quietos en algún lugar. O caminaba con ellos o se me escapaban.
Pero como dije, les gustaba saber, y por suerte también contar. Así que para cada pregunta de ellos, yo devolví una respuesta y una pregunta mía. Él me explicaba todo en cifras y porcentajes (me pareció coherente dado que trabajaba en finanzas), me contó que tenían una famosa actriz y cantante también llamada Cecilia, me habló de China como un lugar de filosofías y no de religiones.
Aprendí muchísimas cosas sobre el país, la historia, la comida, cómo viven. Y sobre todo, construi una idea de ellos como pueblo, como gente. Quizás inexacta por la parcialidad de las versiones, pero seguro más verdadera que la que traía cuando llegué.
No es un prejuicio ni una leyenda urbana: los chinos (o por lo menos, mis primeros chinos) no paraban de sacar fotos. Era como si necesitaran registrar minuciosamente la experiencia para disfrutarla por completo, o como si en el fondo lo que más querían era ver las imágenes después, o compartirlas. Me pregunto si realmente las mirarán al final del viaje…
A falta de una, tenían tres cámaras: él su I Phone, ella su celular y una tercera cámara más pro. Creo que fui capturada por lo menos una vez con cada una. Primero él quiso una foto conmigo, después ella. Lo raro fue que les ofrecí retratarlos yo para que aparecieran juntos, pero siempre se negaron.
Al comenzar el tour y ver que ella no abría la boca, le pregunté si me entendía, si entendía inglés. Dijo que sí, o sonrió asintiendo, digamos. No me quedó claro cuánto comprendía realmente. Parecía seguirme, pero casi no la escuché hablar, y cuando habló, balbuceaba. Entre ellos se comunicaban en chino. Algunas veces él le traducía ciertos pasajes que, evidentemente, creía de su interés.
Sin embargo Emily (ese fue el nombre occidental con el que me la presentó él) tuvo la soltura de acercarse a un vendedor de maiz, pedir maiz, pagar, abrir la bolsita y comenzar a alimentar a una horda de palomas, en el tiempo en que él y yo hicimos sólo unos pasos.
Seguíamos en Plaza de Mayo. Desde nuestras espaldas llegó un pedido en chino. Giramos. Emily ya estaba en cuclillas, haciendo equilibrio sobre sus tacos, rodeada de palomas. Evidentemente reclamaba ser retratada. Y lo fue.
Me sorprendió la naturalidad con la que ella lidió con los plumíferos. No sólo comían lo que ella tiraba en el piso, sino también de su mano, y se posaban en sus hombos y brazos. En el medio de tanto aleteo la pequeña Emily casi se perdía, y no dejaba de reírse.
De la Plaza nos fuimos a La Boca. El estadio, que suele causar cierta excitación, pasó sin pena ni gloria para ellos. Sí les divirtieron las casas coloridas y les encantó Caminito.
Pretendí dejarlos recorrer un poco solos, pero él me pidió si podía acompañarlos, dijo que preferían caminar conmigo. Ok.
Ahí vino la segunda tanda de shopping. Ya había comprado arte en Perú y en Brasil (de donde venían) y quería llevarse algo de Argentina para colgar en su nuevo y amplio departamento. Resulta que él estaba en un tiempo de transición entre dos trabajos. Aparentemente la nueva empresa no quería que empezara inmediatamente después de abandonar la anterior. Entonces estaba aprovechando los tres meses con que contaba en el medio, y la plata que todavía le debían en su viejo trabajo, para recorrer Sudamérica.
Debía haber unos diez puestos con pinturas y fotos. Paramos en casi todos. Por suerte se decidían siempre rápido; encontraban lo que les gustaba y ya. Ella se compró el más colorinche: un retrato de una pareja bailando tango en Caminito. Parecía hecho con plasticola de colores, mezcla de las comunes y las fluorescentes. Él se compró un cuadro
pintado sobre lienzo, más tradicional, y un tríptico hecho en tinta negra sobre papel blanco, con imágenes bien arrabaleras pero sin contexto determinado. Ése último me gustaba.
Chochos los chinos, chochos los puesteros, con quienes él no escatimó en dinero ni en apretones de manos.
Entre las fotos, la caminata y las compras, en Caminito estuvimos más de lo usual. Pero como de cualquier manera no querían ir al cementerio y la parte norte estaba casi cancelada por falta de tiempo, nos quedaba lo justo para almorzar y llevarlos a Aeroparque.
A la hora de decidir el lugar para comer, él me dijo: “Quiero algo bien argentino, elegí vos, y me gustaría invitarte el almuerzo a vos también”. Consulté con Héctor. Pensamos en algún lugar por Puerto Madero, para que conocieran, y en “El Desnivel”, en San Telmo. No se me había ocurrido, pero yo lo conocía, y me pareció apto para una pareja de chinos con mente abierta. Héctor sugirió pasar por la puerta del lugar camino a La Boca para que dieran el visto bueno. Una excelente manera de evitar dudas, pucheros y corridas futuras.
Pasamos, les gustó, ok. Así que a la vuelta de Caminito, almuerzo en “El Desnivel”.
Dado que el auto estaba lleno de valijas, Héctor tuvo que quedarse ahí.
Mis primeros chinos y yo entramos al local. Elegimos una mesa redonda en una esquina. Estaban contentos. Parecía el lugar que esperaban, aun sin haber podido imaginarlo nunca.
Querían probar cosas que nosotros comemos en un día normal. Ella quería pescado; él se interesó en las milanesas; yo sugerí ravioles. Aprovechamos los platos del día a precios accesibles y pedimos exactamente eso, con la idea de compartir.
Fue un almuerzo pintoresquísimo. Parecíamos una familia italiana repartiendo comida desde las muchas fuentes. Todos comimos todo, todo se compartió. A ella le gustó una especie de chimichurri que trajeron con el pan; él enloqueció con los ravioles. Por supuesto, del chimichurri, también hubo fotos.
Me cayó excelente su modo natural de vivir la situación. No sólo en su trato conmigo (no dejé de charlar con el chino en todo el almuerzo, y también tuve mi momento a solas con ella cuando él fue al baño), sino en lo referente a la comida. Nunca dudaron, nunca temieron a lo desconocido: se lanzaron, sonrientes, tenedor en mano.
Antes de seguir, mi momento a solas con ella:
-YO: ¿Te gustó el chimichurri?
(No paraba de untar panes, y hasta se lo agregó a los ravioles, a la milanesa y al filet de merluza).
-ELLA: Ja ja ja ja ja.
(Asentía).
-YO: ¿Hace mucho que están juntos?
(Él me había contado un poco de ellos, pero de manera evasiva, y también había mencionado un viaje a Grecia y otros viajes que había hecho con su novia anterior).
-ELLA: Ja ja ja ja ja.
(Negaba con la cabeza).
-YO: ¿Unos años? ¿Unos meses?
-ELLA: Ja ja ja ja ja. Mmmmmm.
(Dudó)
-YO: ¿Unos años? ¿Un año?
-ELLA: Ja ja ja ja ja.
(Negó de nuevo).
-YO: ¿Meses?
-ELA: Ja ja ja ja ja.
(Asintió con movimientos rápidos)
Unos meses... Llegó él. Fin.
Pagamos, buscamos el sandwich de milanesa que habíamos encargado para Héctor y salimos.
Ya cuando llegamos a San Telmo sabíamos que teníamos el tiempo justo para almorzar, así que todo fue rápido. Y la partida también. Habíamos hecho unas cuadras con el “Hectormóvil”, cuando después de unas palabras de ella (sólo para él), él me recordó (a mí y al mundo) que ella necesitaba sus gotitas para los ojos. Cierto. Lo hablé con Héctor. Parecía arriesgado confiar en una farmacia en el aeropuerto, buscaríamos una camino allá.
La farmacia fue otro capítulo aparte. Sólo diré que para una guía que no sabe nada de medicamentos (y el único líquido que cree vinculado a las lentes de contacto es la solución salina), una pareja de chinos con limitaciones idiomáticas y un farmacéutico que más bien parecía guardavidas o personal trainer (y entendía menos que la guía sobre ojos y lentes), dar con el gotero adecuado puede llevar un ratito.
Lo bueno fue que todos pusimos de nuestra parte. Yo me ocupé de conseguir de él la mayor cantidad de información posible acerca de lo que necesitaban, ella aportó una ajustada gesticulación del uso del gotero y la mímica perfecta sobre el tamaño del mismo, y el farmacéutico, toda su voluntad para mostrarnos cada líquido para ojos que tenía en los estantes.
Cuando lo logramos, lo sentimos un triunfo grupal, casi una consagración deportiva. No escatimamos en gracias (para ese momento mis primeros chinos ya sabían decir “gracias”), ni él escatimó en más apretones de manos.
Arrancamos de nuevo. A pesar de que viví el trayecto con cierta tensión por el plazo temporal y la inminente partida del avión, fue un viaje tranquilo. Hablamos un rato, después ellos ultimaron detalles (tomaban aviones diferentes por falta de asientos, así que ella debía partir sola primero), y finalmente, la nada.
Me sentía una madre que vuelve con sus hijos después de un largo día al aire libre, después de una tarde de playa o de club. Cansados, los cuerpos sintieron el parate. Cada uno miraba a través de su ventana. Reinaba el silencio, primó la introspección.
Llegamos a Aeroparque más rápido de lo que hubiera creido. Los ayudamos a bajar las valijas. Estaba por despedirme cuando él me pidió si podía acompañarlos a buscar el mostrador que les correspondía. Sí, claro.
Entré con ellos, miramos los televisores que iban rotando informaciones, dimos con el vuelo. Me acerqué yo primero a preguntar. Confirmado, era ahí. “Acá ya podemos seguir solos. Gracias, Cecilia”.
Nos despedimos muy bien. Repitieron lo que ya habían dicho: que volvían a Buenos Aires en diez días y tenían algunas jornadas más de tour, que querían hacer todo conmigo. Les dije que si podía, estaría encantada.
Nos dimos las manos entre bolsas de ropa, valijas con rueditas y cuadros de Caminito. También intercambiamos sonrisas. Entonces los dejé.
Como dije, los tacos no eran míos, nunca lo fueron. Pero para ese entonces, mis primeros chinos sí.